//MENSAJE DOMINICAL:// El creyente debe ser revolucionario

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*XXIII Domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Le escribe San Pablo a Filemón: “Yo, Pablo, ya anciano y ahora, además, prisionero por la causa de Cristo Jesús, quiero pedirte algo a favor de Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado para Cristo aquí, en la cárcel. Te lo envío. Recíbelo como a mí mismo. Yo hubiera querido retenerlo conmigo, para que en tu lugar me atendiera” (Filemón, 9-10).
¡Vaya manera como San Pablo nos sintetiza el ideal del evangelio: que seamos enteramente libres! De ahí nace la verdadera revolución capaz de cambiar el mundo. Es la libertad que nace de la Cruz de Cristo y que transforma al ser.
Siempre será halagador el hecho de que San Pablo interceda ante Filemón, en favor de Onésimo, a quien él ya evangelizó, para que no sea considerado más como un esclavo, sino ahora como una persona libre. Le dice a Filemón: “Tal vez él fue apartado de ti por un breve tiempo, a fin de que lo recuperaras para siempre, pero ya no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como hermano amadísimo”.
Obvio, el ejemplo más grande de San Pablo no consiste sólo en interceder para que Onésimo sea libre, sino, ante todo, en la manera como él mismo, a pesar de la necesidad, vence la tentación de retenerlo para su bien. Dice San Pablo, que ya está viejo, enfermo y encarcelado: “Yo hubiera querido retenerlo conmigo, para que en tu lugar me atendiera”.
En el mal del mundo, siempre en diversos niveles y expresiones, se esconde la tentación de usar, de controlar y de sentirnos dueños de las personas, para nuestro provecho o comodidad. Y san Pablo, aun en la situación más crítica, nos muestra hasta dónde llega la verdadera libertad del evangelio: “Yo hubiera querido retenerlo conmigo, para que me atendiera”.
Es infinitamente más alta y digna la convivencia con un hermano amadísimo que con un esclavo, pero la tentación de sentirnos dueños, señores y dominadores siempre será muy profunda y tiende a anidarse en lo más recóndito del corazón. Hasta, en nombre de la fe, a veces justificamos lo que es injustificable.
El ejemplo de San Pablo cómo esclarece el sentido de muchas expresiones de la palabra de Dios que, a veces pueden confundirnos. Por ejemplo, “los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos pueden equivocarse…” (Sab. 9, 13ss). ¿A quién le habla el libro de la Sabiduría? A nosotros que frecuentemente nos sentimos tentados a cuestionar los principios sólidos que vienen de la sabiduría de Dios, calificándolos, a menudo, como simples mitos. San Pablo nos muestra que, efectivamente, la fe exige una verdadera revolución capaz de cambiar el mundo, pero eso solo es posible se cambia lo que ciega al corazón continuamente tentado por el egoísmo.
Jesús, en el evangelio, por su parte, nos dice: si alguno quiere seguirme, es decir, si alguno opta por mi camino y “no me prefiere a mí antes que a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, más que a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 26). Es más, “el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 27).
Preferir a Cristo antes que a cualquier otra persona, no es anular a nadie. El amor de Dios es incluyente, no excluyente, pues la Cruz es signo de encuentro de Dios con el hombre y de los hombres entre sí. Cristo nos enseña desde la Cruz que Él no vino para excluir a ningún otro amor, sino a dar orden a todos.
«El misterio de la Cruz y de la Resurrección nos asegura que el odio, la violencia, la sangre y la muerte no tienen la última palabra. La victoria definitiva es de Cristo y tenemos que volver a empezar desde Él, si queremos construir para todos un futuro de paz, justicia y solidaridad auténticas» (Juan Pablo II).
Por eso, San Pablo es ejemplo de lo que implica la verdadera revolución humana. Siendo enteramente libre, al grado de vencer la tentación de retener al esclavo, logra que también Onésimo, el esclavo, ahora sea libre. Mientras no venzamos esas tentaciones del corazón, no soñemos ingenuamente en un mundo de paz, de amor y de felicidad. No podemos aspirar a algo que es un problema en nuestro propio corazón.
En la Cruz de Cristo muere lo efímero y sólo así podemos vivir.

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