//MENSAJE DOMINICAL:// Necesitamos un corazón sin tantos contaminantes

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*Primer domingo de cuaresma



Pbro. Carlos Sandoval Rangel

“Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc. 1, 15). La conversión y la fe, en las dimensiones propias del Evangelio, son un llamado de Dios, pero, también, una necesidad urgente para el ser humano.
En la historia nunca han faltado las rupturas del hombre hacia Dios, sean en una dimensión personal, o bien, otras con dimensiones sociales más amplias y hasta universales. Desde luego, la primera, la más grande y madre de todas las rupturas aconteció en el mismo paraíso, cuando al ser humano no le bastó ser imagen y semejanza de Dios y quiso ser como Dios, quiso competir con Dios.
En los albores del siglo XX, el filósofo alemán F. Nietzsche hacía una declaración muy dura: “Dios ha muerto”. Esta declaración representaba la cumbre de una sociedad occidental marcada por el secularismo ateo. El hombre se atrevía a romper con Dios, a vivir sin Dios. Y así podemos señalar tantas rupturas en el proceso de la historia. Pero dichas rupturas no dañan a Dios, sino al mismo hombre. A los seres humanos nunca nos ha ido bien sin Dios. De ahí que, la conversión sea un bien para el ser humano.
Con el pecado del paraíso entró la muerte y la vida humana se volvió pesada y complicada. Después de la declaración de Nietzsche sobre “la muerte de Dios”, él mismo señaló que sin Dios, lo que seguía era la muerte del hombre (Cfr. La ciencia Galla). En efecto, enseguida llegaron las guerras mundiales y, desde entonces, la violencia no ha parado.
Porque siendo Dios el primero en saber que sin Él no nos va bien, es, igualmente, el primero en buscarnos para refrendarnos en su alianza de amor: “Voy a establecer mi alianza con ustedes, con sus descendientes, y con todos los seres vivos…” (Gn. 9, 9-12).
Desde esa perspectiva, la cuaresma toma un sentido profundo. Es un tiempo sagrado que nos prepara para renovar nuestra alianza más alta y definitiva con Dios, nuestra pertenencia como hijos, que se da gracias a la muerte y resurrección de Cristo, quien con su sangre en la Cruz sella esa alianza definitiva de amor.
El ayuno corporal propio de la cuaresma, entre otras cosas, desintoxica el cuerpo. Pero, lo más importante, el silencio y la oración, propios también de este tiempo, desintoxican al alma, el corazón. Con tantos elementos tóxicos actuales nos volvemos más débiles y la vida se hace confusa, por lo que la pedagogía del silencio y la meditación que nos propone la cuaresma, se vuelven algo vital no sólo para el creyente, sino para todo ser humano. Por eso, como dice el Padre Cantalamessa: “Si no existiera la cuaresma, por necesidad, tendríamos que inventarla”.
Sólo el corazón movido por Dios y libre de contaminantes queda disponible para responder al llamado: “conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc. 1, 15). Es así como se emprende el camino para renovar esa alianza de amor que Cristo nos propone, a precio de su sangre. Hagamos la prueba y constatemos cómo el ejercicio de la cuaresma, llevado desde el ayuno, la oración, el silencio y las obras de caridad, son un bien extraordinario para nuestra vida. En el silencio a Dios se le facilita renovar nuestro entender y hacer más noble nuestro corazón. Sólo así sacudimos las inercias contaminantes del mundo.
El Señor Jesús ya nos puso el ejemplo: “el Espíritu impulsó a Jesús a retirarse al desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivió allí entre animales salvajes, y los ángeles le servían” (Mc. 1, 12 ss). Su corazón nunca estuvo contaminado del pecado, pero nos enseña el camino, sabiendo que cuando el corazón está desintoxicado, el demonio no puede confundir. Así se preparó para llevar a cabo el proyecto más sublime, que culmina en la Cruz, donde selló, con su sangre, nuestra pertenencia a Dios.

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