//MENSAJE DOMINICAL:// Orar es una necesidad, pero también una gran alegría

//MENSAJE DOMINICAL:// Orar es una necesidad, pero también una gran alegría

*XXIX domingo del tiempo ordinario


Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Jesús enseña a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer (cfr. Lc. 18, 1). Si toda tarea para que salga bien exige constancia, cuánto más el trato con Dios. El corazón siempre debe estar vibrante, pero sin el Evangelio y sin la oración éste se adormece. Por eso la preocupación de Jesús en el Evangelio, que pone a sus discípulos una parábola para enseñarles “la necesidad de orar siempre y sin desfallecer” (Lc. 18, 1-8). De ahí también la exhortación de San Pablo, que le pide a Timoteo mantenerse firme en lo que ha aprendido y que se le ha confiado, es decir, en la verdad del Evangelio (2 Tim. 3, 14-4,2).
Bien nos enseña la Iglesia: “no nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente: pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar. Este ardor incansable no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante” (Catecismo, n. 2742).
Acoger la Palabra y orar de modo debido, no es desconectarnos de las cosas de la vida, sino todo lo contrario. Más aún, cuanto más oramos más debemos estar conectados con el obrar cotidiano e incluso ese obrar debe aportar a la riqueza de nuestra oración. Ya lo señalaba Orígenes: “Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la oración continua” (De oratione 12). Esta unidad entre la oración y el obrar nos libra de la tentación de desencarnar nuestra fe y, a su vez, evita que al actuar vayamos por caminos que desvirtúen nuestra condición humana y cristiana.
En realidad, no hay ninguna actividad humana sana que no se compagine con la oración. “La oración personal nos ayuda a hacer mejor el trabajo, a cumplir nuestras obligaciones y deberes con la propia familia y con la sociedad, a tratar mejor a los demás” (San Juan Pablo II, Aloc. 14/III/1979). San Juan Crisóstomo, por su parte, nos dice: “conviene que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios; conviene también que el siervo alborotador o que anda yendo de un lado a otro, o el que se encuentre sirviendo en la concina… intenten elevar la súplica desde la más hondo de su corazón” (De Anna, Sermón 4, 6).
Desde luego, hay lugares y actos predilectos para la oración, siendo el principal la Santa Misa, instituida por Nuestro Señor Jesucristo en la última cena, y que Él mismo pidió que se celebrara siempre en memoria suya; pero los frutos de ese acto sublime, se actualizan a través de cada pensamiento, de cada gesto o acto formal con que nos dirigimos a Dios durante el día y a lo largo de la semana.
El hábito en la oración permite que ésta se vuelva cada vez más connatural, es habituarnos a alimentar nuestro interior, es regalarle paz a nuestro corazón. Por eso, somos ingratos con nosotros mismos cuando damos cabida al “no necesito orar”, al “no tengo tiempo”, pues eso equivaldría a desconocer nuestras verdaderas necesidades y conformarnos con lo más pobre de la vida.
Sólo Dios puede darle los mejores nutrientes a nuestra alma.

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